Un nuevo avance -8- del dossier bibliográfico que dedicamos a la poeta y escritora Dionisia García (y que aparecerá impreso y en libro digital, a partir de septiembre, en la publicación que venimos anunciando: ÁGORA-PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO. Nueva colección, Ágora de Arte Gramático, volumen I.)
En esta entrega, la profesora Caty García Cerdán dibuja y nos cuenta- con fábula de poeta y tiempo transitivo de narrador que susurra en voz off, siguiendo las cuatro direcciones de una memoria lírica- los hilos que unen a la niña de Alendero con la obra de Dionisia García Correo interior. Se trata, por tanto, de un texto que narra algo así como "el origen" del universo mítico personal de la poeta de El engaño de los días y Señales.
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Dionisia García. Fuente: La Verdad |
EL ORIGEN
Por Caty García Cerdán
Para la niña
de Alendero
Yo tenía un
secreto.
No lo decía,
no me hubiesen entendido, aunque no lo escondía tampoco. En
ocasiones, iniciaba un acercamiento a lo que podía ser una
declaración sincera, pero callaba al oír el eco.
Es que era
una pasión, me decía a mi misma.
Todo empezó
con la mirada. El mundo se me ofrecía, tan inmenso, que me aturdía.
Era algo inabarcable que necesitaba conocer y disfrutar. Sólo sé
que la palabra empezó a ser mi talismán. Escribía, leía o
inventaba. Me comunicaba con ella y notaba su poder de seducción. El
mundo podía ser traducido y enamorado.
EL PONIENTE
Hacía sol y
se olía a especias y a limpieza. Pero no sólo era el olfato,
también el tacto me ayudaba a entender las sensaciones de la
mañana. Pasaba una y otra vez, la mano sobre el mármol de la mesa,
en la que Restituta pelaba innumerables patatas para el guiso de
pollo, en el que éste parecería un náufrago sin suerte en un mar
de caldo. Era el gran tazón universal en el que el abuelo, en total
soledad y a la cabecera de la mesa del comedor hundiría día tras
día y año tras año, su nariz judaica, sentándose siempre a la
misma hora. El rito no admitía espera, la vida sí.
También las
patatas iban destinadas a una tortilla en la que el grosor sería
difícilmente asimilable para una niña feliz ante tal espectáculo.
Los ruidos
llegaban de la calle y ésta se ofrecía libre de obstáculos. La
ventana, a nivel de la calle, era un buen observatorio, por lo que la
tía Asunción, ya muy anciana, elegía, junto a ella, su sitio por
la mañana. Ocupaba un vacío. Ella pertenecía al paisaje de la casa
y moriría como los árboles: terminado su ciclo se iría, sin
lágrimas, sin duelo.
La vida
fluía y todo estaba bien organizado: el bar, Teléfonos, la
panadería-confitería, la tienda de tejidos y sus clientas y don
Juan, el párroco, dirigiéndose al confesionario en el que esperaba
oír una vez más, los tristes pecados de los hombres; siempre
iguales aunque obedecieran a impulsos diferentes. Impulsos y pecados
que pertenecían a la vulnerable condición humana y bajo el peso de
la culpa se le veía salir de la iglesia. Pero la niña no entendía
la palabra prestamista referida a don Juan y siempre dicha en voz muy
baja.
La escuela y
el ayuntamiento, estaban agrupados al fondo de la plaza. El silencio
estaba organizado. No era un tiempo propicio para los hombres.
La niña,
bajaba del primer piso ayudándose de la barandilla de la escalera y
una vez más, el mármol limpio de los escalones, le incitaban a
pasar la mano para comprobar que era cierto.
Salió y al
final de la calle se veía un horizonte tan cercano que no pudo
evitarlo: comenzó a andar.
La llegada
no se producía, pues cuanto más se acercaba a la línea del fondo,
ésta más se hundía. Le entró temor, aumentado al oír unos
gritos.
Miró al
lugar del que provenían y descubrió una casa pintada de granate
oscuro, aislada. Era como la tierra misma. Se acercó y vio una
ventana abierta con un amplio alféizar, muy bajo. La niña se
acercó. Sobre una cama pequeña reposaba un hombre tan quieto que le
dio tranquilidad. Decidió apoyarse en el borde, cuando apareció una
mujer llorando y gritando sin acercarse a la cama; luego, tan
asustado como la niña al oír los gritos o más bien los aullidos,
apareció en la puerta de la habitación un niño. Ya le era
imposible despegarse de la tierra que la sostenía.
Estuvo allí
largo, muy largo tiempo. Los veía tan cerca que formaba parte del
todo, pero no la veían.
¿Es que era
invisible?
La luz era
tan intensa que todo lo que le rodeaba estaba inmerso en una especie
de niebla e intuyó que la estarían buscando y salió de allí
corriendo.
Encontró
la casa alborotada por su ausencia, pero calló.
Comió sola
algo de tortilla y merodeando por la puerta se vio otra vez caminando
hacia lo hondo.
Oscurecía y
el poniente, en el lateral de la casa granate se ofrecía tan inmenso
como la tristeza que embargaba el lugar. Se dirigió a la ventana que
enmarcaba, una vez más, la vida y la muerte, pero a diferencia de la
mañana, había más gente y un cierto movimiento.
La niña no
llegó a entender por qué se llevaron, cuando ya anochecía, al
hombre acostado si nadie quería. Todo quedó vacío de repente. Sólo
un camión en la puerta y un último grito.
EL LEVANTE
Siempre
estaba allí: esperándonos. Nada cambiaba año tras año, pero eso
era lo que nos gustaba.
Los
preparativos para el viaje, el único, adquirían carácter de
revolución: colchones, ollas, cajas con ropa, libros, paquetes,
muchos, de todos los tamaños…
Era tan
hermoso ver tal acumulación de vida que la niña deseaba que nada se
moviese de aquella entrada, espacio en el que se colocaba todo. Antes
de dormirse, bajaba una y otra vez a mirar. ¡Cuánto futuro!
A la mañana
siguiente, encima de cualquier bulto, desde la atalaya de un camión
y con los demás, viajaba en la luz hacia el mar. Todo era llano y
pardo y multitud de seres minúsculos brillantes en suspensión.
De pronto,
empezaba a vislumbrarse. Nunca pudo sentir emoción ni promesa más
cargada que la visión de ese horizonte azul.
A la
llegada, por el trazado del pueblo, el mar jugaba al escondite. Bajar
de cara hacia él, hasta ver la totalidad de esa unión de tierra y
mar, o más bien de casas dormidas junto al mar pequeño, era lo
deseado.
Luego todo
comenzaba. Puertas enormes que se abrían y él entraba. Desde ese
día, su olor penetrante, su color, y su movimiento marcaban la vida
y el despertar. Algunas mañanas, en el primer abrir de ojos y
mirarlo, a lo lejos, pero ¡tan cerca!, se veía un avión deslizarse
sobre él y una estela blanca tras de sí. La niña se quedaba quieta
y seducida por la belleza de lo que para ella era un misterio. Las
casas se agrupaban ordenadamente en unas cuantas filas junto al mar,
con un hotel balneario como frontera para los veraneantes entre una
parte del pueblo, más de temporada, y otra, popular y comercial. La
pescadería y la segunda iglesia estaban lejos de lo que
aparentemente era el centro del pueblo.
La
cotidianidad se instalaba en el vivir como el amanecer de todos los
días. La casa, tan del sur, tenía un patio en el centro con un
aljibe y un pozo, el gallinero y el retrete. El poyete de la cocina
estaba retranqueado, bajo techado para esquivar algún posible
temporal que pudiese sobrevenir a inicios de septiembre.
Las puertas
de las casas siempre permanecían abiertas y la vida transcurría sin
fronteras. En la mayoría de éstas, sobre todo las que no daban al
mar, la vida sucedía por la mañana, en grandes patios adornados con
macetas, en los que se cocinaba, se lavaba la ropa, se charlaba…Y
se protegían del fuerte calor.
Niños y
jóvenes desaparecían a hora muy temprana y nadie los echaba en
falta. Era lo que se deseaba.
El paraíso
les esperaba. ¡Era tan sencillo!
Para los más
pequeños, la pesca, por medio de un trozo de saco, arrastrándolo
por la orilla para conseguir caballitos de mar, cangrejos y diminutos
alevines.
Para otros,
la bicicleta, los amigos y el posible barco del pequeño mar.
Las mujeres,
trabajaban siempre: en el hogar o en las labores. Los hombres se
distribuían entre los que trabajaban o jugaban a cualquier juego de
azar. Eran los veraneantes.
Los del
pueblo salían del letargo del invierno y trataban de aprovisionarse
para el siguiente. En el trato de unos con otros, siempre había una
línea invisible que nadie cruzaba.
La vida
transcurría en una rutina tan organizada que nada parecía pudiese
alterarla. Sólo los cuentos de miedo que el joven Pedro, el vecino,
narraba en la oscuridad de la noche, amparado en su voluminoso cuerpo
y su incipiente fealdad. Pero el orden establecido y el
bienaventurado transcurrir de los días se iba a romper precisamente
por la atractiva madre de Pedro: fue seducida por un veraneante. Como
una explosión, aparecieron el escándalo y las pasiones, y en voz
baja se decía que la mayoría luchaba contra su biografía.
Todas las
miradas se dirigieron a los que se habían atrevido a desequilibrar
la apariencia de las cosas, esa pantalla que procura una visibilidad
inmejorable. Todo empezó a ser ya complejo. Cuando la guardia civil
llegó con el padre de Pedro, el mar, con un pequeño levante,
desarrollaba una ola corta, pero la violencia que se desencadenó y
los gritos que traspasaron los muros de la casa, fueron enormes.
Entonces la
niña comprendió que todos estamos solos y que el mar era sordo.
EL MEDIODÍA
El sol está
aquí, te mira, te calienta, te deslumbra, no puedes pensar…Sólo
observar que tal exceso de fuerza se transforma, aquí en la tierra,
en belleza destructiva pero sobre aquel mar pequeño, su reverberar
era tan hermoso e inabarcable que la niña deseaba fundirse en él,
pero cuando nadaba hacia su centro, lo que parecía tan inalcanzable
no era ya tan deseado.
Y si entraba
por la ventana, tímidamente primero, para más tarde en toda su
soberbia mostrarse, los adultos que la rodeaban, si era verano,
trataban de camuflarlo y el ruido de persianas que bajaban hasta
conseguir la cueva perfecta, la introducían en un mundo de sombras.
Cuando se
atrevía a salir, más que la luz, le aturdían los sonidos, el
ruido, y si se movía por calles solitarias, las personas del pueblo
con las que se cruzaba, parecían querer pasar lo antes posible por
este infierno tan marcado por la contradicción del deseo y el
rechazo.
Había
calles que se cubrían con toldos y prolongaba el hogar hasta la
acera de enfrente, en buena armonía con la vecindad.
Los que se
querían, aguardaban a que la noche se compadeciese de los amantes, y
entonces buscaban el sitio retirado y la brisa del mar chico que como
caricia se sumaba a las que ellos se intercambiaban.
Siempre se
comía tarde, aunque no más tarde de las tres. Las velas se iban
aproximando a la orilla del muelle para dar por finalizado el paseo
por el mar, pero complaciéndose en llegar tardando.
No todos los
días se podía ir con el barco hasta donde alcanzaba la vista, era
el horizonte, y lo llamábamos el paraíso.
La niña ya
había alcanzado casi a comprender lo que era un posible purgatorio,
sobre todo dicho en boca de mujeres y como algo cotidiano. Se
preguntaba, ¿era simplemente vivir? No lo supo.
El limbo era
más confuso, aunque no por poco oído, ya que le decían con
frecuencia que estaba en él, pero lo cierto es que a veces se
encontraba en el cuarto de estar, otras en el dormitorio y la mayoría
pensando en el libro que estaba leyendo. Pero un verano, a las doce
de la mañana, cuando el sol se muestra más soberbio, una amiga le
dijo que un primo suyo, “muy pequeño”, acababa de llegar al
limbo, pues había abandonado este mundo. Entonces decidió quedarse
en la ignorancia y no volver a intentarlo.
El infierno
sí que era sencillo. Sobre todo en julio y agosto. Quemaba la piel e
incluso el cuerpo se ponía rojo y sólo el vinagre mezclado con agua
aliviaba algo. El olor a ensalada le era muy agradable y no entendía
por qué su madre ponía cara de angustia. Lo que sí recuerda
perfectamente es cuando vio el paraíso, pero no había por qué
entenderlo, sólo querer formar parte de él.
El viaje se
iniciaba a primera hora de la mañana, el barco con el pescador
esperaba en la orilla y sólo era necesario ponerse el bañador. La
travesía por el mar chico era a veces salpicada por el agua que de
tan salada se saboreaba y se dejaba secar sobre el cuerpo para así
llevar una doble piel blanquecina y rasposa.
Las islas
nos veían pasar y a los del barco nos daba paz verlas allí tan
seguras y varadas para siempre, en ese continuo dejarse y abandonarse
a un mar que no las agredía.
Siempre se
pensaba que faltaba poco para llegar, cuando el horizonte se
mostraba, no como una línea al fondo, siempre lejana, sino que,
entreverada de luz intensa, se adivinaba la playa donde desembarcar.
Ya
estábamos. La niña quería ver y echó a correr, subir y bajar
entre dunas de arena hasta verlo, tan azul, tan inmenso y siempre
esperando en su soberbia soledad. Sólo cielo y mar. ¿Para qué ir
más allá?
El regreso,
con el poniente envolviéndonos, hacía desear el muelle, el paseo,
la casa, todo lo hecho por el hombre que, como cueva, nos protegería
del paraíso que con el sol del mediodía, un infierno, nos podría
matar.
EL NORTE
Hace frío…Es
extraño. Finales de agosto y la niña desde su cama presiente que el
comienzo del día trae una luz diferente y una brisa de mañanas de
colegio. Se levanta y lo primero, como un rito, es salir y verse en
el nuevo día. Nada le defrauda.
Es tan
fuerte la luz que todo brilla pero lo que más le sorprende es que
dirige sus ojos de todos los días, lejos, muy lejos y logra ver,
como en relieve, toda la costa, el trazo que dibuja el mapa, colgado
de la pizarra, del colegio que tanto le seduce.
Todos los
horizontes se muestran ¿dónde ir?
Recuerda de
otras ocasiones que no va a durar muchas horas este esplendor ya que
el norte buscará tierra y mar más propicios.
Se dirige
andando, poco a poco, por la orilla hasta las últimas casas que
preludian las barracas de los huertanos. Camiones y carros se agrupan
junto al mar y las mantas, retaleras, sábanas…, conforman los
muros de los distintos espacios que intentan una cierta
independencia. La niña piensa que le gustaría mucho dormir junto al
mar.
Las mujeres
se afanan en limpiar la tierra que les acoge en primera línea de mar
y son incansables en echar agua para que no haya polvo y se forme una
especie de arcilla compacta sobre la que ponen los asientos más
variopintos.
En las
improvisadas cocinas, que los maridos les construyen, son capaces de
hacer todo tipo de comidas y lo que más sorprende a la niña es la
colectividad que conforman, en la que es casi utópico, conseguir un
espacio propio. Pero el veraneo es tan auténtico como en el pueblo.
¿En qué
consistiría el confort? Palabra que le perseguía desde que la oyó
a su primo de Barcelona que había ido a visitarles. Fue lo que
exclamó, cuando sentado en una mecedora de lona verde y respaldo
alto, frente al mar pequeño, declaró sentirse feliz y que toda la
casa era de un gran confort. En las barracas,¡tan diferentes!, se
sentían también felices, pero no lo decían como su primo, sino que
cuando pasabas entre ellas, el bienestar era tan evidente que pensó:
las barracas también tienen confort, e incluso se es más libre que
en el pueblo.
Una vez
pasadas éstas, llegaría hasta un pequeño cabo, terreno solitario,
y cogería chapinas. La luz ya era menos fuerte y un cierto letargo
se desprendía de la tierra y el mar, pero al llegar comprendió que
el límite estaba allí. Ya no había frontera entre la tierra y el
mar. Si quisiese, sus pasos seguirían sobre el verde del agua, pero
comprendió que más allá del cabo o de la profundidad de la línea
azul oscuro del mar, todo quedaba lejos, muy lejos.
Caty García Cerdán (2013)
REVISTA ÁGORA DIGITAL JUNIO 2013