LA
LLAMADA DE LA CIGARRA
(VARIACIÓN
SOBRE UNA LEYENDA DE BÉCQUER)
Por Fulgencio Martínez
para Avenio
Las cigarras masticaban a dos carrillos su pan de dulce
cuando este agricultor
avezado que es mi amigo saltaba de dos en dos, a 2oo
kilómetros por hora, los
abertales murcianos, camino de la Mancha.
Desde hacía ya tres años se había retirado de su
profesión – médico de las aguas
en el progresivamente modernizado y burocrático
Balneario de Archena S.A.
Erixímaco – así me gusta llamar a mi amigo, por
convenirle la moderación y el
epíteto de sabio en la ciencia médica de ese personaje
de El banquete platónico – se
dedicaba a sus recreos y diversiones y a sus
“experimentos botánicos” en una antigua
heredad, una finca de campo, difícil de localizar,
entre los términos de Fortuna y Ojós.
Las horas del día las pasaba allí, y las nocturnas en
su casa de la ciudad, que contaba
de rica biblioteca, tesoros de pinturas y licorería
fina. Ya no era aquel galán de antaño,
frisaba nuestro buen Erixímaco los sesenta; aunque
parecía tener diez menos. Era alto
y había sido nadador. En los meses que precedieron a
la aventura que os voy a contar,
había engordado un poco, mas continuaban ante él las
mujeres sintiéndose cada una
doña Inés. Ya no tenía clientes especiales, a las que
recibía de particular, pero no había
quitado aquel cartel de su puerta.
Pues ocurrió que no encontrándose solución adecuada contra
cierta sarnilla que
estaba radiándose por la ciudad (cuya causa quienes
atribuían a una insuficiente
depuración del agua, otros a una silenciada invasión
de mosquitos que había asolado, a
principios de ese verano, un barrio periférico próximo
al río), la gente que no estaba
obligada se iba, y los que veraneaban en la montaña o
en la costa el calor ya los
ahuyentaba de volver, ni
siquiera unas horas, por aquí. En Murcia, por agosto no se
puede entrar a la calle.
En otra situación las
circunstancias le habrían quizá convertido en héroe a mi
amigo (¡no era poco
admirador de la prosa de Albert Camus!), pero instigado por
cierto cansancio
filosófico se acostumbró a no escapar de noche de su retiro bucólico.
Tuvo durante unos días
una visita agradable, oyó mucho el cantar de los pájaros
nocturnos, paseó, leyó;
dormía cada vez menos.
Al cabo de dos semanas
comenzó a reír continuamente. Podaba un rosal cuando
la risa le goteó en las
manos. Sonaba, dentro de casa, el teléfono, y esto le salvó de
reparar más de la cuenta
en ese asunto.
¿Así que su amiga no
volvería, como le había prometido; que pasaría la última
quincena del mes en
Soria, con unos parientes, o quizá ha dicho con sus suegros?
¿Añadió que se encontraba
ya allí, bajo una arboleda cerca del Duero? ¿Añadió que
estaba desnuda,
ofreciéndose al sol, mirando a lo lejos y viendo la cumbre del
Moncayo, el pobre Moncayo
austero y sereno los casi trescientos sesenta y cinco días
del año? ¿Le invitó a ir,
urgentemente, a la finca de su primo en cierta localidad
soriana? Mientras
galopaba en su auto Erixímaco, repasaba esta conversación.
Improvisadamente, en su libro de ruta, había incluido
Las Pedroñeras, el encuentro allí
con un amigo que bajaría de Madrid para comer juntos
ante una buena mesa. “No me
preguntes qué quiero comer, sino con quién”. Las
palabras del duque de Nocera,
anfitrión y mecenas de Gracián, le venían a su ánimo,
espoleándole, divirtiéndole el
humor, alternándose con una variación jocosa: “No me
preguntes qué lejos quiero
comer, sino con quién”.
Bien provistos de mutuos deseos de suerte y de buen
yantar, se despidieron los
amigos. Erixímaco volvió sobre sus pasos y, tras dejar
Albacete, por Fuentelahiguera
pasó al reino de Valencia. Una fuerte tormenta de
verano le alcanzó cuando encaraba
Alcañiz. Paró en una plaza con balcones mudéjares, y
adivinó a lo lejos, en el cielo
aragonés, los colores de un arco iris desvaneciéndose.
El tiempo hasta Zaragoza estaba
despejado.
En el altiplano de Soria la luz es una fruta de
invierno, que llega muy pronto a
su sazón. Las anochecidas de agosto acostumbran a ser
templadas, con un punto de
brisa que algún trovador ha comparado con la suave
piel del mar Mediterráneo. Para
su sorpresa, Erixímaco vio, en una huerta, limones
verdes que apretaban su zumo en la
rama.
En fin Soria le pareció familiar; el castillo más
famoso, la aventura que era más
digna de emprender.
Quiso cenar en la misma ciudad y perderse, luego, unas
horas por sus calles de
piedra. Fumar un cigarro frente a la Audiencia, seguir
los pasos, lentos, de Antonio
Machado.
Dejaría para mañana su encuentro con la náyade del
Duero, su reloj daba las
doce al unísono con el reloj de la Audiencia. Durmió
plácidamente; recuperando el
descanso perdido.
En la posada con repujos de hotel los desayunos se
servían en una salita
acristalada donde vio ya Erixímaco, al entrar, a
cuatro personas sentadas. Saludó al
tiempo que abría el periódico que se había llevado de
un mostrador del hall. A los
tipos de aquella mesa no parecía importarles que oyera
él sus comentarios, pues se
producían a voces, más agudas y molestas, si cabe, a
esa hora prima para el viajero
pacificado. Nunca Erixímaco pensó proferir una
inconveniencia al rogarles “señores,
por favor, pueden gritar más bajo”. Lo que sucedió fue
que uno de los cuatro tenores,
un vecino de Tarazona que daba dentelladas a un
hojaldre, mientras rivalizaba en
locuacidad con otro que parecía el Ramonet de
Orihuela, se levantó con el gesto
sonriente y le dijo “mucho gusto me da volver a verle,
doctor”.
¿Se acordaba de aquel Matías que fue celador en los
chorros cuando aún era un
celemín, y al que él le daba, “como un padre”, algunos
consejos y direcciones para
quitarse el virgo? Ahora tendría que oír la historia
del errante archenero. Rogó, otra
vez, que tenía prisa.
– ¿Qué le hace a usted tener tanta aína por dejarnos,
si aún no se ha
desayunado?
– Mira, Matías; quizá puedas informarme. Quiero llegar
a un lugar que le dicen
El susto del conde. He de encontrarme allí antes de la
diez y media.
– Bueno, fácil lo tiene, doctor, y difícil si vale mi
creer. Está a no más de quince
minutos en dirección a Ágreda, pero ha de subir la
colina del Temple.
– Hasta luego, entonces, Matías.
– No vaya solo – le apretaba la mano el antiguo
pupilo. Eríximaco, con un gesto
de su profesión, se desprendió y escribió sobre un
margen del periódico la seña
recibida.
– ¿Volveremos a vernos? La zozobra del buen vecino de
Tarazona no le hizo
mella al emplazado, que mantenía un sereno dominio de
sus expectativas. Pronto
abrazaría a la libidinosa princesa del Duero… aunque
se conjuraran contra él todos los
demonios y todos los espectros en ayunas de los
templarios.
Del libro de relatos de Fulgencio Martínez "El taxidermista y otros del estilo".