sábado, 15 de junio de 2013

EL ORIGEN. Por Caty García Cerdán. 8/ Dossier. Dionisia García: Señales de una escritura poética luminosa. Revista Ágora nueva colección 1



Un nuevo avance -8- del dossier bibliográfico que dedicamos a la poeta y escritora Dionisia García (y que aparecerá impreso y en libro digital, a partir de septiembre, en la publicación que venimos anunciando: ÁGORA-PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO. Nueva colección, Ágora de Arte Gramático, volumen I.)

En esta entrega, la profesora Caty García Cerdán dibuja y nos cuenta- con fábula de poeta y tiempo transitivo de narrador que susurra en voz off, siguiendo las cuatro direcciones de una memoria lírica- los hilos que unen a la niña de Alendero con la obra de Dionisia García Correo interior. Se trata, por tanto, de un texto que narra algo así como "el origen" del universo mítico personal de la poeta de El engaño de los días y Señales.

 
Dionisia García. Fuente: La Verdad

EL ORIGEN

        Por Caty García Cerdán

        

                                               Para la niña de Alendero



Yo tenía un secreto.
No lo decía, no me hubiesen entendido, aunque no lo escondía tampoco. En ocasiones, iniciaba un acercamiento a lo que podía ser una declaración sincera, pero callaba al oír el eco.
Es que era una pasión, me decía a mi misma.
Todo empezó con la mirada. El mundo se me ofrecía, tan inmenso, que me aturdía. Era algo inabarcable que necesitaba conocer y disfrutar. Sólo sé que la palabra empezó a ser mi talismán. Escribía, leía o inventaba. Me comunicaba con ella y notaba su poder de seducción. El mundo podía ser traducido y enamorado.
 

EL PONIENTE

Hacía sol y se olía a especias y a limpieza. Pero no sólo era el olfato, también el tacto me ayudaba a entender las sensaciones de la mañana. Pasaba una y otra vez, la mano sobre el mármol de la mesa, en la que Restituta pelaba innumerables patatas para el guiso de pollo, en el que éste parecería un náufrago sin suerte en un mar de caldo. Era el gran tazón universal en el que el abuelo, en total soledad y a la cabecera de la mesa del comedor hundiría día tras día y año tras año, su nariz judaica, sentándose siempre a la misma hora. El rito no admitía espera, la vida sí.
 
También las patatas iban destinadas a una tortilla en la que el grosor sería difícilmente asimilable para una niña feliz ante tal espectáculo. 
 
Los ruidos llegaban de la calle y ésta se ofrecía libre de obstáculos. La ventana, a nivel de la calle, era un buen observatorio, por lo que la tía Asunción, ya muy anciana, elegía, junto a ella, su sitio por la mañana. Ocupaba un vacío. Ella pertenecía al paisaje de la casa y moriría como los árboles: terminado su ciclo se iría, sin lágrimas, sin duelo. 
 
La vida fluía y todo estaba bien organizado: el bar, Teléfonos, la panadería-confitería, la tienda de tejidos y sus clientas y don Juan, el párroco, dirigiéndose al confesionario en el que esperaba oír una vez más, los tristes pecados de los hombres; siempre iguales aunque obedecieran a impulsos diferentes. Impulsos y pecados que pertenecían a la vulnerable condición humana y bajo el peso de la culpa se le veía salir de la iglesia. Pero la niña no entendía la palabra prestamista referida a don Juan y siempre dicha en voz muy baja.
 
La escuela y el ayuntamiento, estaban agrupados al fondo de la plaza. El silencio estaba organizado. No era un tiempo propicio para los hombres. 
 
La niña, bajaba del primer piso ayudándose de la barandilla de la escalera y una vez más, el mármol limpio de los escalones, le incitaban a pasar la mano para comprobar que era cierto.
 
Salió y al final de la calle se veía un horizonte tan cercano que no pudo evitarlo: comenzó a andar. 
 
La llegada no se producía, pues cuanto más se acercaba a la línea del fondo, ésta más se hundía. Le entró temor, aumentado al oír unos gritos. 
 
Miró al lugar del que provenían y descubrió una casa pintada de granate oscuro, aislada. Era como la tierra misma. Se acercó y vio una ventana abierta con un amplio alféizar, muy bajo. La niña se acercó. Sobre una cama pequeña reposaba un hombre tan quieto que le dio tranquilidad. Decidió apoyarse en el borde, cuando apareció una mujer llorando y gritando sin acercarse a la cama; luego, tan asustado como la niña al oír los gritos o más bien los aullidos, apareció en la puerta de la habitación un niño. Ya le era imposible despegarse de la tierra que la sostenía.
 
Estuvo allí largo, muy largo tiempo. Los veía tan cerca que formaba parte del todo, pero no la veían. 
 
¿Es que era invisible?
 
La luz era tan intensa que todo lo que le rodeaba estaba inmerso en una especie de niebla e intuyó que la estarían buscando y salió de allí corriendo. 
 
Encontró la casa alborotada por su ausencia, pero calló.
Comió sola algo de tortilla y merodeando por la puerta se vio otra vez caminando hacia lo hondo. 
 
Oscurecía y el poniente, en el lateral de la casa granate se ofrecía tan inmenso como la tristeza que embargaba el lugar. Se dirigió a la ventana que enmarcaba, una vez más, la vida y la muerte, pero a diferencia de la mañana, había más gente y un cierto movimiento. 
 
La niña no llegó a entender por qué se llevaron, cuando ya anochecía, al hombre acostado si nadie quería. Todo quedó vacío de repente. Sólo un camión en la puerta y un último grito.

 
EL LEVANTE

Siempre estaba allí: esperándonos. Nada cambiaba año tras año, pero eso era lo que nos gustaba. 
 
Los preparativos para el viaje, el único, adquirían carácter de revolución: colchones, ollas, cajas con ropa, libros, paquetes, muchos, de todos los tamaños…

Era tan hermoso ver tal acumulación de vida que la niña deseaba que nada se moviese de aquella entrada, espacio en el que se colocaba todo. Antes de dormirse, bajaba una y otra vez a mirar. ¡Cuánto futuro!

A la mañana siguiente, encima de cualquier bulto, desde la atalaya de un camión y con los demás, viajaba en la luz hacia el mar. Todo era llano y pardo y multitud de seres minúsculos brillantes en suspensión. 
 
De pronto, empezaba a vislumbrarse. Nunca pudo sentir emoción ni promesa más cargada que la visión de ese horizonte azul.
 
A la llegada, por el trazado del pueblo, el mar jugaba al escondite. Bajar de cara hacia él, hasta ver la totalidad de esa unión de tierra y mar, o más bien de casas dormidas junto al mar pequeño, era lo deseado. 
 
Luego todo comenzaba. Puertas enormes que se abrían y él entraba. Desde ese día, su olor penetrante, su color, y su movimiento marcaban la vida y el despertar. Algunas mañanas, en el primer abrir de ojos y mirarlo, a lo lejos, pero ¡tan cerca!, se veía un avión deslizarse sobre él y una estela blanca tras de sí. La niña se quedaba quieta y seducida por la belleza de lo que para ella era un misterio. Las casas se agrupaban ordenadamente en unas cuantas filas junto al mar, con un hotel balneario como frontera para los veraneantes entre una parte del pueblo, más de temporada, y otra, popular y comercial. La pescadería y la segunda iglesia estaban lejos de lo que aparentemente era el centro del pueblo. 
 
La cotidianidad se instalaba en el vivir como el amanecer de todos los días. La casa, tan del sur, tenía un patio en el centro con un aljibe y un pozo, el gallinero y el retrete. El poyete de la cocina estaba retranqueado, bajo techado para esquivar algún posible temporal que pudiese sobrevenir a inicios de septiembre. 
 
Las puertas de las casas siempre permanecían abiertas y la vida transcurría sin fronteras. En la mayoría de éstas, sobre todo las que no daban al mar, la vida sucedía por la mañana, en grandes patios adornados con macetas, en los que se cocinaba, se lavaba la ropa, se charlaba…Y se protegían del fuerte calor. 
 
Niños y jóvenes desaparecían a hora muy temprana y nadie los echaba en falta. Era lo que se deseaba. 
 
El paraíso les esperaba. ¡Era tan sencillo!

Para los más pequeños, la pesca, por medio de un trozo de saco, arrastrándolo por la orilla para conseguir caballitos de mar, cangrejos y diminutos alevines. 
 
Para otros, la bicicleta, los amigos y el posible barco del pequeño mar. 
 
Las mujeres, trabajaban siempre: en el hogar o en las labores. Los hombres se distribuían entre los que trabajaban o jugaban a cualquier juego de azar. Eran los veraneantes. 
 
Los del pueblo salían del letargo del invierno y trataban de aprovisionarse para el siguiente. En el trato de unos con otros, siempre había una línea invisible que nadie cruzaba. 
 
La vida transcurría en una rutina tan organizada que nada parecía pudiese alterarla. Sólo los cuentos de miedo que el joven Pedro, el vecino, narraba en la oscuridad de la noche, amparado en su voluminoso cuerpo y su incipiente fealdad. Pero el orden establecido y el bienaventurado transcurrir de los días se iba a romper precisamente por la atractiva madre de Pedro: fue seducida por un veraneante. Como una explosión, aparecieron el escándalo y las pasiones, y en voz baja se decía que la mayoría luchaba contra su biografía. 
 
Todas las miradas se dirigieron a los que se habían atrevido a desequilibrar la apariencia de las cosas, esa pantalla que procura una visibilidad inmejorable. Todo empezó a ser ya complejo. Cuando la guardia civil llegó con el padre de Pedro, el mar, con un pequeño levante, desarrollaba una ola corta, pero la violencia que se desencadenó y los gritos que traspasaron los muros de la casa, fueron enormes. 
 
Entonces la niña comprendió que todos estamos solos y que el mar era sordo.


EL MEDIODÍA

El sol está aquí, te mira, te calienta, te deslumbra, no puedes pensar…Sólo observar que tal exceso de fuerza se transforma, aquí en la tierra, en belleza destructiva pero sobre aquel mar pequeño, su reverberar era tan hermoso e inabarcable que la niña deseaba fundirse en él, pero cuando nadaba hacia su centro, lo que parecía tan inalcanzable no era ya tan deseado.

Y si entraba por la ventana, tímidamente primero, para más tarde en toda su soberbia mostrarse, los adultos que la rodeaban, si era verano, trataban de camuflarlo y el ruido de persianas que bajaban hasta conseguir la cueva perfecta, la introducían en un mundo de sombras. 
 
Cuando se atrevía a salir, más que la luz, le aturdían los sonidos, el ruido, y si se movía por calles solitarias, las personas del pueblo con las que se cruzaba, parecían querer pasar lo antes posible por este infierno tan marcado por la contradicción del deseo y el rechazo. 
 
Había calles que se cubrían con toldos y prolongaba el hogar hasta la acera de enfrente, en buena armonía con la vecindad. 
 
Los que se querían, aguardaban a que la noche se compadeciese de los amantes, y entonces buscaban el sitio retirado y la brisa del mar chico que como caricia se sumaba a las que ellos se intercambiaban. 
 
Siempre se comía tarde, aunque no más tarde de las tres. Las velas se iban aproximando a la orilla del muelle para dar por finalizado el paseo por el mar, pero complaciéndose en llegar tardando.
No todos los días se podía ir con el barco hasta donde alcanzaba la vista, era el horizonte, y lo llamábamos el paraíso. 
 
La niña ya había alcanzado casi a comprender lo que era un posible purgatorio, sobre todo dicho en boca de mujeres y como algo cotidiano. Se preguntaba, ¿era simplemente vivir? No lo supo.
El limbo era más confuso, aunque no por poco oído, ya que le decían con frecuencia que estaba en él, pero lo cierto es que a veces se encontraba en el cuarto de estar, otras en el dormitorio y la mayoría pensando en el libro que estaba leyendo. Pero un verano, a las doce de la mañana, cuando el sol se muestra más soberbio, una amiga le dijo que un primo suyo, “muy pequeño”, acababa de llegar al limbo, pues había abandonado este mundo. Entonces decidió quedarse en la ignorancia y no volver a intentarlo. 
 
El infierno sí que era sencillo. Sobre todo en julio y agosto. Quemaba la piel e incluso el cuerpo se ponía rojo y sólo el vinagre mezclado con agua aliviaba algo. El olor a ensalada le era muy agradable y no entendía por qué su madre ponía cara de angustia. Lo que sí recuerda perfectamente es cuando vio el paraíso, pero no había por qué entenderlo, sólo querer formar parte de él. 
 
El viaje se iniciaba a primera hora de la mañana, el barco con el pescador esperaba en la orilla y sólo era necesario ponerse el bañador. La travesía por el mar chico era a veces salpicada por el agua que de tan salada se saboreaba y se dejaba secar sobre el cuerpo para así llevar una doble piel blanquecina y rasposa. 
 
Las islas nos veían pasar y a los del barco nos daba paz verlas allí tan seguras y varadas para siempre, en ese continuo dejarse y abandonarse a un mar que no las agredía. 
 
Siempre se pensaba que faltaba poco para llegar, cuando el horizonte se mostraba, no como una línea al fondo, siempre lejana, sino que, entreverada de luz intensa, se adivinaba la playa donde desembarcar. 
 
Ya estábamos. La niña quería ver y echó a correr, subir y bajar entre dunas de arena hasta verlo, tan azul, tan inmenso y siempre esperando en su soberbia soledad. Sólo cielo y mar. ¿Para qué ir más allá?

El regreso, con el poniente envolviéndonos, hacía desear el muelle, el paseo, la casa, todo lo hecho por el hombre que, como cueva, nos protegería del paraíso que con el sol del mediodía, un infierno, nos podría matar.


EL NORTE

Hace frío…Es extraño. Finales de agosto y la niña desde su cama presiente que el comienzo del día trae una luz diferente y una brisa de mañanas de colegio. Se levanta y lo primero, como un rito, es salir y verse en el nuevo día. Nada le defrauda.

Es tan fuerte la luz que todo brilla pero lo que más le sorprende es que dirige sus ojos de todos los días, lejos, muy lejos y logra ver, como en relieve, toda la costa, el trazo que dibuja el mapa, colgado de la pizarra, del colegio que tanto le seduce.

Todos los horizontes se muestran ¿dónde ir?

Recuerda de otras ocasiones que no va a durar muchas horas este esplendor ya que el norte buscará tierra y mar más propicios.

Se dirige andando, poco a poco, por la orilla hasta las últimas casas que preludian las barracas de los huertanos. Camiones y carros se agrupan junto al mar y las mantas, retaleras, sábanas…, conforman los muros de los distintos espacios que intentan una cierta independencia. La niña piensa que le gustaría mucho dormir junto al mar.

Las mujeres se afanan en limpiar la tierra que les acoge en primera línea de mar y son incansables en echar agua para que no haya polvo y se forme una especie de arcilla compacta sobre la que ponen los asientos más variopintos.

En las improvisadas cocinas, que los maridos les construyen, son capaces de hacer todo tipo de comidas y lo que más sorprende a la niña es la colectividad que conforman, en la que es casi utópico, conseguir un espacio propio. Pero el veraneo es tan auténtico como en el pueblo.

¿En qué consistiría el confort? Palabra que le perseguía desde que la oyó a su primo de Barcelona que había ido a visitarles. Fue lo que exclamó, cuando sentado en una mecedora de lona verde y respaldo alto, frente al mar pequeño, declaró sentirse feliz y que toda la casa era de un gran confort. En las barracas,¡tan diferentes!, se sentían también felices, pero no lo decían como su primo, sino que cuando pasabas entre ellas, el bienestar era tan evidente que pensó: las barracas también tienen confort, e incluso se es más libre que en el pueblo.

Una vez pasadas éstas, llegaría hasta un pequeño cabo, terreno solitario, y cogería chapinas. La luz ya era menos fuerte y un cierto letargo se desprendía de la tierra y el mar, pero al llegar comprendió que el límite estaba allí. Ya no había frontera entre la tierra y el mar. Si quisiese, sus pasos seguirían sobre el verde del agua, pero comprendió que más allá del cabo o de la profundidad de la línea azul oscuro del mar, todo quedaba lejos, muy lejos.

                                                       Caty García Cerdán (2013)

               REVISTA ÁGORA DIGITAL JUNIO 2013


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